poemas de francisco
MARTÍNEZ DE LA ROSA
Político y escritor español (Granada, 1787 -
Madrid, 1862).
Como escritor se inscribió en la línea del
romanticismo; destacó sobre todo en el terreno dramático (La conjuración de
Venecia, 1834), aunque también practicó la poesía y el ensayo (El
espíritu del siglo, 1851). Su prestigio intelectual le llevó a formar parte
de las Reales Academias Española (que presidió de 1839 a 1862), de la Historia,
de Bellas Artes y de Jurisprudencia, así como a ser presidente del Ateneo de
Madrid.
OBRAS:
La niña descolorida
Pálida está de amores
mi dulce niña.
¡Nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
Nunca de amapolas
o adelfas ceñida
mostró Citerea
su frente divina.
Téjenle guirnaldas
de jazmín sus ninfas,
y tiernas violas
Cupido le brinda.
Pálida está de amores
mi dulce niña.
¡Nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
El sol en su ocaso
presagia desdichas
con rojos celajes
la faz encendida.
El alba, en Oriente,
más plácida brilla;
de cándido nácar
los cielos matiza.
Pálida está de amores
mi dulce niña.
¡Nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
¡Qué linda se muestra,
si a dulces caricias
afable responde
con blanda sonrisa!
Pero muy más bellas
el amor convida
si de amor se duele
si de amor respira.
Pálida está de amores
mi dulce niña.
¡Nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
Sus lánguidos ojos
el brillo amortiguan;
retiemblan sus brazos;
su seno palpita.
Ni escucha, ni habla,
ni ve, ni respira;
y busca en sus labios
el alma y la vida...
Pálida está de amores
mi dulce niña.
¡Nunca vuelven las rosas
a sus mejillas!
La tormenta
¿Hubo un día jamás, un solo día,
cuando el amor mil dichas me brindaba,
en que la cruda mano del destino
la copa del placer no emponzoñara?
Tú lo sabes, mi bien: el mismo cielo
para amarnos formó nuestras dos almas;
mas con doble crueldad, las unió apenas,
las quiso dividir, y las desgarra.
¡Cuántas veces sequé con estos labios
tus mejillas en lágrimas bañadas,
tus ojos enjugué, y hasta en tu boca
bebí ansioso tus lágrimas amargas!
Con suspiros tristísimos salían,
mezcladas, confundidas tus palabras;
y al repeler mis manos con latidos,
tu corazón desdichas presagiaba...
Todas, a un tiempo, todas se cumplieron:
y si tal vez un rayo de esperanza
brilló cual un relámpago, el abismo
nos mostró abierto a nuestras mismas plantas.
¿Lo recuerdas, mi bien? Morir unidos
demandamos al cielo en noche aciaga,
cuando natura toda parecía
en nuestro daño y ruina conjurada:
la tierra nos negaba hasta un asilo;
la lluvia nuestros pasos atajaba;
bramaba el huracán; el cielo ardía,
las centellas en torno serpeaban...
¡Ay!, ojalá la muerte en aquel punto
sobre entrambos el golpe descargara,
cuando sin voz, sin fuerzas, sin aliento,
te sostuve en mis hombros reclinada.
"¿Qué temes? Vuelve en ti; soy yo, bien mío;
es tu amante, tu dueño quien te llama;
ni el mismo cielo separarnos puede:
o destruye a los dos, o a los dos salva."
Inmóvil, muda, yerta, parecías
de duro mármol insensible estatua;
mas cada vez que retumbaba el trueno,
trémula contra el seno me estrechabas;
en tanto que por hondos precipicios,
casi ya sumergido entre las aguas,
a pesar de los cielos y la tierra
conduje a salvo la adorada carga...
Ahora, ¡ay de mi!, por siempre separados,
sin amor, sin hogar, sin dulce patria,
el peligro más leve me amedrenta;
la imagen de la muerte me acobarda:
ni habrá un amigo que mis ojos cierre;
veré desierta mi fatal estancia;
y solo por piedad mano extranjera
arrojará mi cuerpo en tierra extraña.
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